Uno de los recuerdos que con más cariño guardo de mi infancia era la llegaba del increpador al pueblo. La primera vez que llegó, fue en compañía del afilador; venía callado, con los ojos muy abiertos y nos miraba a todos, apoyado en la fuente de la plaza. Parecía que maquinaba algo en su interior, algo que le producía una malévola alegría. Por entonces, nadie sabía lo qué era un increpador, pero a nadie le pasó inadvertida su presencia.
Al año siguiente, vino solo. Con su boina, su cigarro, su carricoche. Llegaría a la plaza a eso de las dos, cuando salíamos del colegio. Llegó y mientras nos miraba con sus ojos de lobo cansado, gritó:
El increeeeepaaaaadooor, el increeeeepaaaaaadoooor! Para el niño, para la niña, el increeeeeeepadooor, para el viejo, para la vieja, el increeeeepaaaadorrr!
Allí estaba, gritando, el increpador. Y, nosotros –niños y viejos- que éramos de un pueblo pequeño y nunca habíamos visto un increpador, estábamos atónitos.
El increeeeepaaaaadoooor! Para el gordo aceitoso, para el huesos, para el tonto, para el que se pasa de listo, para el que le pones una gorra y se cree importante, para el que se come las cacolas, para el que no se ducha, para el que se ducha demás, para el que estorba, para el que grita por las mañanas…el increeeeeepaaaaaaaadooooor!
No sé cuánto tiempo estaría así. Bastante. Yo no tenía reloj –en realidad, ninguno lo teníamos e íbamos y veníamos según nos viniese en gana…a nosotros o a nuestros padres- pero calculo que estaría berreando unos diez minutos. Tiempo suficiente para que nuestros padres viniesen a buscarnos y llevarnos a casa agarrados por las orejas.
Desde ese año, desde ese junio, ha vuelto todos los veranos. Y, desde entonces, no somos pocos, los que ahora vamos por las calles y nos anunciamos como…
El increeeeeepaaaaaadooooooooor!