miércoles, 25 de junio de 2008

Jabo, el Jevo II

El timbre que despertó a Jabo el Jevo no sonaba ding-dong como a todo narrador le gustaría, sino que más bien era una especie de ladrido eléctrico de perro rabioso al que le quieren robar un hueso a medio roer. Era sábado. Por la mañana. Y aunque no había adelantado ni atrasado la hora de su despertador en los últimos años, calculó –no en base al sol que entraba en tromba por la ventana, ni tampco porque su cuerpo le dijese que había descansado más o menos de lo habitual, sino por la lúcida intuición con la que a veces son bendecidos los que sufren resaca- que debían de ser las once.

Ya había callado el timbre, pero su cerebro, todavía lento, era incapaz de asimilarlo y como castigo, sufría los sarnosos mordiscos del perro eléctrico.

No había mucha distancia que recorrer desde el dormitorio hasta la puerta pero el ridículo pasillo se le hizo eternamente igual de largo que cualquier mañana de fin de semana. Poco antes de abrir se miró en un pequeño colgado en la pared, y comprobó que su rostro reflejaba a la perfección lo mal que se sentía “¿Qué espejo del alma ni que cojones? ¿Qué sabrás tú?”. Abrió la puerta, enfadado.

-¡Hola!

Sin uniforme, de la única forma que había sido capaz de imaginársela, era desnuda, por lo que, en vaqueros y con una camiseta que rezaba “boobs incident”, apenas podía reconocerla. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo mucho que se puede llegar a endurecer un pensamiento. También recordó que estaba desnudo.

-…eh…mm…hola –Jabo entrecerró la puerta y asomó su desgreñada cabeza al rellano de las escaleras.

-Bonito pijama –sin duda, la situación le parecía muy divertida, porque no paraba de sonreír- a ver si me hago con uno de esos –se echó a reír.

Entrecerrados los ojos, trataba de acostumbrarse a la desinhibida luz de las escaleras y la desinhibida vecina que parecía haberle timbrado para nada. Volvió sus pasos –chof, chof, chof, chof- hacia el dormitorio para enfundarse unos calzoncillos y desde allí gritó:

-¿Querías algo o qué?

-Me llamo Daniela.

-Ah, qué bien.

-¿Y tú no tienes nombre?

Ya en la puerta, todavía a medio hibernar, Jabo el jevo, dijo que a las once de la mañana no tenía nombre y que probablemente a las doce tampoco; que a esas horas dormía o follaba, pero siempre sin nombre y sin preocupaciones.

-Vale, vale –se echó a un lado el pelo y sin perder la sonrisa, metió las manos en los bolsillos. Estaba guapísima, la muy lolita. Jabo decidió que el sufrimiento que la luz inflingía a sus retinas, quizá mereciese la pena – Vale. Bueno, te quería decir que, bueno, que ayer, como no podía dormir pues me acerqué hasta tu puerta y…

-¿¿Qué??

-…y que sepas que desde tu mirilla se ve perfectamente hacia dentro. Tu habitación también; y vi qué se te caían las gafas de sol y te enfadabas mucho…también vi lo después, ¿eh? –le guiñó un ojo- así que esta mañana le compré éstas a uno de esos negros que venden un montón de cosas por la calle. Toma, para ti. Para que no te quedes ciego –Rió. Y sacando de su bolsillo trasero unas gafas de sol rey-ban, se las dio, orgullosa de su buena acción del día y contenta por ver una buena erección mañanera.

-En fin, gracias, Daniela. –tomó las gafas, sin saber muy bien qué hacer con ellas.

-A ti, a ti, ¡jaja! ¡En cuanto me des una vuelta en tu moto quedamos en paz!


domingo, 22 de junio de 2008

La Máquina

Hacía tiempo que buscaba este correo en el que les contaba a unos amigos un invento que se me había ocurrido la noche anterior. Seguramente lo habré borrado sin darme cuenta, y ya lo daba por perdido, pero los amigos, entre otras cosas, están para recuperar los correos que pierdes, o dibujarte un metalsaurio a las tantas de la mañana en una servilleta. Bueno, aquí está (no va por nadie en concreto y aunque lo pudiera parecer, tampoco contra un colectivo, así que, ante posibles enfados, aconsejo calma y mente abierta):

“ayer de noche como me costaba dormir estuve pensando en cómo construir un aparato lanza-gordos (mira qué cosa, ayer no se me ocurrió una catapulta, que también sería coñera):

mi idea de lanzamiento de gordas (al principio era de gordas) consistía en lanzarlas al estilo de los lanzadores de martillo en las olimpiadas; pero claro, con una vaca-burra en vez del martillo no se puede coger la energía centrífuga suficiente para lanzarla, al menos, con la fuerza de una persona; la solución sería atarla con una cadena a un eje central mecánico (del que saldría una tubería metálica con un enganche para la cadena de la gorda) que le diese vueltas hasta que pillase algo de vuelo; para que la gorda no arrastre mientras no coge la energía suficiente habría que sentarla en un monopatín (dios, que risa) desnuda, para que sea más hilarante, si cabe. La tubería tendría que ir subiendo a medida que coge velocidad para que suba la gorda con ella, y cuando estuviese a una altura de unos 5 metros, soltar la cadena y que se vaya la gorda volando.”

martes, 17 de junio de 2008

Jabo, el Jevo

Un silencio incómodo –silencio de ascensor- reinaba en uno de los pocos edificios con ascensor de la parte vieja de una ciudad costera, y en sus diminutas dimensiones ponía cara a cara a dos vecinos que de no ser allí, no se hablarían en la vida. Cualquiera que no los conociese podría decir que eran dos hermanos que al caer la noche volvían juntos a casa, y si ese cualquiera forzase la imaginación diría que él –melena oscura, gafas de espejo, chaleco y pantalones vaqueros- venía de buscar a su hermana pequeña –morena también, uniforme colegial con escudo inglés bordado y un libro de grandes dimensiones entre los brazos- de la biblioteca, y, sin embargo, se equivocaría, porque la única relación que había entre ellos era que el dormitorio de ella estaba justo debajo del de él.

-Mi padre dice que eres un maleante, pero no le creo.

-Vaya. Gracias –trató de componer una sonrisa. Su vista cayó de la cara de la chica al escudo de su colegio, estratégicamente bordado sobre el prominente pecho izquierdo. Ella se dio cuenta.

-¿Sabes? Creo que eres muy guapo –ahora le tocaba sonreír pícaramente a ella, dejando entrever su dientes blancos.

-Niña… ¿cuántos años tienes? No, mejor… ¿eres mayor de edad?

-Me falta poco… pero ya se la he chupado varias veces a mi novio y, mira –abrió el libro, un kamasutra ilustrado, por el principio y señalando orgullosa las primeras fotografías- ya dominamos…

En ese momento se abrieron las puertas del ascensor y en la mortecina luz del descanso apareció un señor orondo –gorda su cara, gordas sus orejas, su nariz y el bigote bajo su nariz. Gordos también sus dedos- notablemente enfadado que parecía acercarse desde la ventana. Comenzaba a rugir, cuando la voz de la pequeña lo interrumpió.

-Hola papá. Se me ha hecho tarde en la biblioteca –salió del ascensor, camuflando de nuevo la portada del libro entre sus brazos y volviéndose para guiñarle el ojo a su compañero de ascensor.

Los gruñidos del hombre-grasa se apagaron al cerrarse la puerta del ascensor. El del pelo fregona se recostó contra el espejo durante el poco tiempo que tardó en subir un piso, para luego, al salir, dejar escapara un suspiro. A tientas, en la oscuridad, buscó el interruptor, sin encontrarlo. Rió por lo bajo –su torpeza, cuando el alcohol en sangre le permitía verse en tercera persona, le producía gracia- y, también a tientas, llegó a su casa.

“Hay que joderse” pensó, Jabo, mientras la calavera que usaba a modo de cenicero, descansaba sobre la mesilla de noche y no apartaba sus cuencas vacías de él. Se asomó a la ventana para olvidar el olor a tabaco y alcohol que lo impregnaban siempre que a la salida del trabajo le daba por pensar demasiado. “Quizá sea cierto lo que decían en el bar” pensó “Quizá, si digo tres veces el nombre de la tía a la que quiero, a medianoche y con una balada de X-Japan de fondo, se aparecerá ante mí”…una, dos…y una ráfaga de viento le robó las gafas, lanzándolas a la noche.

-¡Joder, joder, joooder!.

Y fue así, que Jabo, el Jevo, decidió tumbarse en cama, y masturbarse con la primera imagen que le viniese a la mente, que no fue otra que la de un escudo colegial bordado en un jersey.

viernes, 13 de junio de 2008

Bulldozer

-Si dependiese de mí, os mandaría a todos a la calle y con una patada en el culo. No hacéis más que cobrar y meteros en el cabeza mierda sindical y fútbol.

La situación estaba difícil en la empresa. Esa mañana, cuando el encargado llegó, su habitual cara de cenutrio estaba cruzada por unas cuantas arrugas en la frente. Más tarde, supe porqué: había pasado la noche tratando de memorizar conceptos difíciles, como “eficiencia”, “reducción de costes” y “expediente de regulación temporal”. Pero su cabezota era incapaz de asimilarlos y tuvo que recurrir a leer la nota que la gente de arriba le había pasado. Total, para nada, porque, en su apuro, dejó de lado la nota y no paraba de gritarnos y de mandarnos a tomar por culo.

Al final, incómodo, rezongando entre dientes dijo que le hacía falta alguien capaz de conducir un bulldozer. Pero que éramos unos inútiles y que seguramente ninguno de nosotros sabría.

La única complicación que encontré para obtener la licencia de conducir bulldozers fue la de reunir el dinero necesario para comprarla. No tuve más opción que recurrir a mis amigos…muchos de ellos, en la misma situación que yo...no buscaban una licencia para bulldozers, pero también vivían escasos de dinero…cosas de un barrio obrero. El caso, es que reuní el dinero. No estoy orgulloso de los métodos, claro, pero afortunadamente, la vida, y el mundo, dan muchas vueltas y, lo que no se perdona, se olvida.

Ahora, soy conductor de bulldozers: Destrozo y empujo lo que se me ponga por delante –lo que mi contrato dice que está delante-; pero algún día, destrozaré y hundiré el palacio en el que vives porque, aunque nacimos iguales, a ti te llevaron a casa en limusina y a mí, a pie. ¿Y sabes qué es lo mejor? Que sé que no es tu culpa. Pero a lo mejor sí lo fue de ese cro-magnon pariente tuyo, que, siendo el mono más fuerte, decidió que el oro era bonito y era suyo.

Quizá tampoco fuese culpa de ese simio imbécil, sino del azar…o de alguien de más arriba o más abajo.

Pero ahora, el bulldozer lo tengo yo.

lunes, 9 de junio de 2008

Saturación sensorial (La pecera)

Las paredes, en deprimente amarillo dominical, enmarcaban la jaula en la que, nota tras nota, morían las canciones que –soporífero el piano y lánguida la voz- nacían de la garganta profunda del gramófono.

-… I'm living, I’m dying, I’m killing for you…

Una tonta desazón era empujada de un lado a otro, chocando en cada golpe contra náuseas, sudores y escalofríos, para finalmente, instalarse en donde un día brotó de improviso.

El antiguo teléfono negro, sonaba y se cortaba, sonaba y se cortaba. Y así, muchas veces, y nunca antes de medianoche. Era entonces, cuando el agua de la pecera se arremolinaba por las vueltas que un enloquecido pececillo de colores daba en su frenético girar. Vuelta a vuelta, hacía de sí mismo el centro de la pecera, y en cada segundo olvidaba lo que le complacía u horrorizaba en el segundo anterior, soñando, ora con sus destellos, ora con el cristal…a veces con agua, y a veces con mezcal.