miércoles, 18 de noviembre de 2009

¿Cómo destrozar una canción?

No, no: Sería muy fácil hablar de la versión de Nothing Else Matters de Metallica tocada por Lucy Silva; quizá otro día hable de grupos que destrozan con su interpretación las canciones de otros, pero hoy toca hablar de bandas que se hacen el daño ellas solitas reinterpretando sus canciones para darles un toque nuevo o que simplemente, en directo no son capaces de transmitir la fuerza que tienen en estudio.

Empezaré por este último caso, que es el de Axel Rudi Pell y su Strong As A Rock, del disco Kings And Queens:



Puede que cuando la escuché por primera vez me gustase más de lo que se merece, sin embargo, nadie puede negar que con su estribillo machacón y sus riffs es difícil de olvidar. Pero ¿qué pasa cuándo se lleva al directo?

Axel Rudi Pell es un gran guitarrista
Mike Terrana un batería muy espectacular
El cantante, Johnny Gioeli, no lo hace mal...

¿entonces?

Axel Rudi Pell es un soso
Mike Terrana no puede cargar con todo el peso del grupo
Johnny Gioeli intenta animar pero no es el lider de la banda, y no puede evitar que todas las miradas se dirijan al soso de Axel. Y, además, ¿qué le pasa a su voz? ¡parece que se deshincha!

Ejemplo: (que quede claro que Axel Rudi Pell aquí se mueve muchísimo respecto a lo que acostumbra)



Y de Rage, no diré mucho, porque los vídeos hablan por sí solos:

Black in Mind, tocada como debe ser:



Black in Mind, con orquesta:




¡Agh!

sábado, 14 de noviembre de 2009

El viaje de Piotr



Un yate blanco sobre el mar de Barents, y un mar de Barents sobre un fondo de diminutos pueblos ilustraban el anuncio televisivo de los cruceros a los que, tras varios años de juntar rublos, podía aspirar la gente como Piotr.

Sin embargo, entre realidad y anuncio había una diferencia: la luz; en televisión, rebosaba; bajo las perennes nubes era gris y, además, huía. Piotr sabía que la luz no se compraba, pero con un poster del Mar Caribe en su habitación y rublo ahorrado tras rublo ahorrado, soñaba con un crucero rodeado de mar, bañado por el sol durante el día, y a solas con las estrellas, borracho, por la noche. Reiría en las fiestas, bailaría en las veladas y se moriría de asco al aproximarse a la costa.

Una vez al año, en verano, el crucero atracaba en la ciudad de Piotr, desplegaba su escalera y los pocos turistas con curiosidad por ciudades industriales bajaban a perderse entre las calles y el malsano aire. Ese día, Piotr se acercaba al puerto a ver el barco en el que se alojaría durante cinco noches, si algún día lograba reunir el dinero necesario. Pero esos días, como el resto, también tenían una víspera y en una de esas vísperas, Piotr encendió la radio: a cien millas de la costa el crucero había decidido que la mejor forma de avanzar era en vertical y hacia abajo. Los remolcadores parecían no poder hacer mucho o, al menos, no lo suficiente para mantenerlo a flote.

Piotr, incrédulo se acercó al puerto. Ya había anochecido y, a lo lejos, no se veía más allá de las luces que señalaban la entrada al puerto. Se quitó la camisa, también el pantalón y el calzado, y se lanzó al agua –“de ésta no se salva ni Dios”- y echó a nadar.


lunes, 2 de noviembre de 2009

El síndrome de Piotr

A veces, como ésta, una historia se presenta bonita cuando te la imaginas pero a la hora de traducirla a palabras, no sólo cuesta escribirla, sino que no convence ni al autor, en este caso, lógicamente, yo. El final tampoco ha resultado como en un principio tenía planeado, pero creo así está mejor.

Ni Dios, ni Estado, ni iglesia, ni alcalde tenían los abuelos de Piotr antes de que el primer tren cruzara sus campos.

Un apeadero próximo y la hambruna fueron las razones para huir; el destierro, la consecuencia; y el destino, una ciudad dispuesta a engullir personas y a hacinar sueños en barrios de tristes combinaciones alfanuméricas por nombre.

La ciudad, salvación para unos, miseria para otros, resumía en una fotografía los ánimos de un país que enloquecía segundo a segundo al ritmo de las máquinas. Risas y chistes, caras largas al frío, canciones y lágrimas, vida y muerte.

Piotr nació cuando, asentada la familia, las cosas iban mejor. Tiempos en los que el girar caprichoso de la moneda y su cara o cruz importaban más que el girar del planeta, en los que un “sí, señor” valía más que un buen argumento en contra.

El camino de hierro seguía en su sitio, Piotr, lo sabía, y, aunque huir y desandar el camino hecho por sus abuelos no era una opción en su encorbatada vida, no dejaba de mirar las vías sin parar de pensar qué lugares se esconderían allende la vieja aldea familiar.

A los pies de la casa de Piotr, un poco cuidado parque cercado amparaba los bloques de viviendas del tráfico de las vías. No había que detenerse mucho para captar la frecuencia de los tráficos siempre puntuales y siempre igual de molestos para todos los que vivían en los alrededores. Sólo faltaban unos minutos para las ocho de la tarde, la hora en la que el tren del carbón hacía su llegada. Piotr, podía ver ya la columna del humo cada vez más cercana. Apuró el paso, cruzó el parque y saltó el cercado.

Sobre la vía, un hombre tumbado miraba la máquina que se aproximaba.

-¿Te importa si me tumbo yo también?

El hombre se incorporó levemente, pálido, sus ojos puestos en los de Piotr.

-Prefiero estar solo. Quiero que sea algo íntimo.

-Íntimo va a ser. No te voy a dar la mano, sólo me voy a echar aquí, ¿ves? Sin hacer ruido.

El tren rompía el silencio cada vez con más fuerza, a cada vez menos metros.

-¿Estás loco? ¡Levántate, levántate! ¡Lo estás estropeando!

Y agarrando al tumbado y protestón Piotr por los hombros, lo apartó de las vías a tiempo de salvarlo y desaparecer él, convertido en un manchurrón rojo en la máquina del tren.