lunes, 7 de diciembre de 2009

Inspector Z

Mis recuerdos son como susurros en la noche, que apenas nacidos, unos, viven para siempre, otros, en cambio, duran el tiempo que tarda el viento en apagarlos.

El recuerdo de los death hunters pertenece al primer grupo. Horadaron su huella en mi memoria incluso antes de que conociese su nombre; me temo que, de lo contrario, nunca pasaría de considerarlos más que unos lúgubres y lastimeros payasos. Sin embargo, eran gente dura; la clase de gente que, con un cigarro en la boca, le pediría fuego a Kim Phuc el 8 de junio de 1972. Perversos, desde luego. Duros, por supuesto.

Llevaban años actuando en la sombra sin que nadie, tampoco yo, hubiese alertado su presencia ni, mucho menos, sus propósitos. Comencé a sospechar cuando la pala del enterrador estuvo más de tres semanas inactiva. Luego, fueron cuatro, cinco, seis semanas sin muertos. A partir de ahí dejé de llevar la cuenta y actué. Consulté las necrológicas de la hoja parroquial, también las esquelas de un periódico unos cuantos días atrasado: nada.

No es ésta una ciudad pequeña, ni son pocos los sitios en los que morir. En cuanto a mí: en la lápida, un nombre y dos fechas, sólo sirvieron para indicarme que viví unos cuantos años y que, en algún momento, debí de decir la genial frase “too fast to die” pues aparecía esculpida a modo de epitafio; sin embargo, ni nombres, ni fechas, ni epitafio aclaraban la razón por la cual se me permite deambular –babilla colgante, brazos estirados, perfecto cliché- por las inmediaciones del cementerio.¿Por qué he vuelto? Dejemos el destino aparte, simplemente he vuelto.

El hospital, morgue incluida, está a unos centenares de metros del cementerio –los suficientes para que un par de solitarios y nocturnos paseantes huyesen despavoridos ante mi cabreado y achacoso caminar-, y al igual que el camposanto, los vivos lo rehúyen todo lo que pueden. Tal y como me temía, la entrada para los pacientes con urgencias estaba desierta salvo por el recepcionista, que gritó, lloró, y puso los dedos en cruz ante mi cara –“no me mate, señor zombie”- mientras lo agarraba por la pechera y le preguntaba por la morgue. Cuando lo arrojé al suelo ya apestaba a orín; en mi boca, un regusto a sesos.

Los médicos aullaban, también las enfermeras. Como pollos descabezados, me abrían paso.

-¡Un zombie, un zombie!

Pronto fuimos dos zombies –el recepcionista de floja vejiga, recién convertido, me acompañaba-, tres, cuatro hambrientos y enfadados zombies.

-¿Dónde están los muertos? –era yo el que gritaba.

Seguían sin aparecer.

En las camas, eran pocos los ojos de los moribundos que con mirar agradecido por un final que adivinaban cercano observaban nuestra salvaje y mortal tromba; los más, gimoteaban con las pocas fuerzas que aún guardaban. A mis espaldas, a medida que dejábamos atrás más habitaciones, sentía la compañía creciente de mis compañeros y de su sordo rumor. De frente, en un despacho en cuya placa metálica se podía leer “General Manager”, un portazo indicó que alguien se ocultaba.

En la primera planta comenzaron a sonar disparos, potentes, de recortada -no más de cinco tiradores- mientras un ruido, como de soplete, les hacía los coros. Envalentonado, el director, todavía atrincherado en su cuarto abrió fuego. Su puntería era como nuestra dignidad de resucitados antropófagos, inexistente. Echamos abajo la puerta, entramos, un disparo o dos me dejaron igual de feo, pero más enfadado.

Lo agarré a tiempo, en el aire, cuando trató de saltar por la ventana. Antes de soltarlo y dejarlo caer enloquecido, respondió entre gritos atragantados a mi pregunta. Era un experimento, dijo, habían cazado a la Muerte. “Death Hunters” salió de sus labios antes de caer y morir.

Los disparos se acercaban, también el fuego de un lanzallamas. Gritos, más gritos -de humanos, de zombies- de miedo, de dolor, de ira. Tan atrapados estábamos los muertos vivientes como los vivos –enfermos y tiradores- pero nosotros no teníamos nada que perder.

A su alrededor, zombies sin precaución perdían su cabeza en rojos fuegos de artificio de plomo y sangre, pero poco a poco -ñam, ñam- los cinco de las recortadas fueron cayendo. El del lanzallamas aguantó más. Lo suficiente como para hacer insoportable a mi nariz putrefacta el olor a carne quemada. En sus pupilas vi mi reflejo, vi su miedo -¿dónde están los muertos, dónde la Muerte?-, vi mi rostro en un rápido movimiento arrancar su nariz.

-¿Dónde?

En una mueca de dolor y risa nerviosa dijo que lo habíamos estropeado todo. Le mordí de nuevo, como un asqueroso vampiro, y no volvió a hablar.

Los aspersores antiincendios parecieron recordar que tenían una función que cumplir, también las alarmas. Pronto llegaría la policía, quizá también el ejército, inconscientes todos de que la muerte estaba de nuestro lado y era la que los esperaba al acabar el tiroteo.