La fiesta había comenzado a la hora en que las primeras sombras asomaban la nariz en los sórdidos callejones del barrio este, y las casas, cada vez más iluminadas, se abrían y cerraban para cobijar a los que daban por finalizada la jornada o, como en el caso que nos ocupa, inauguraban las únicas horas aprovechables del día, las oscuras.
Por invitados, los artistas locales; su llegada, un gotear de pequeños grupitos; su estancia, sonrisas, chistes, risas. Escultores, pintores, poetas, músicos. Sólo faltaba el alcohol suficiente para hacer cumplir con una llamada telefónica la promesa del anfitrión: putas y enanos para todos.
A los enanos, por pequeños o escasos, no los encontraron. A las putas, por ser exquisita la demanda y de oro la oferta, fue difícil encontrar, al menos, una asequible y, finalmente, tras media hora de llamadas, optaron por una stripper que, a su llegada, se presentó por el mismo nombre con el que se anunciaba en prensa, Sofía.
Tras un buen rato de bailes de la chica y aullidos del público, Sofía aguantó en la fiesta lo suficiente para charlar animadamente con uno de los pintores. Lo suficiente, para que horas más tarde, la detuviesen en el piso con toda la concurrencia muerta y en las paredes las palabras
High Art pintadas en sangre.