Rico, aburrido y preocupado, así era y se sentía cuando encendía la televisión a la hora de comer: los cuatro apocalípticos jinetes parecían tan abonados al noticiario como las brujas y los chamanes lo estaban a las emisiones que de madrugada alimentaban unos ojos tristes que por única solución veían el seguir zapeando.
Recostado en el sofá, insomne, apuntó los números de teléfono de las brujas y uno tras otro los marcó para citarlas. Consultó su agenda, se frotó las manos y contemplando su salón sonrió cual hipopótamo. En un par de noches habría luna llena y con un poco de suerte y en su propio salón, el conjuro de un aquelarre al completo libraría al mundo de todo mal.
Pasaron los minutos y las horas y amaneció. Y volvió a anochecer y a amanecer y a anochecer…y con la noche, la luna llena, y con la luna llena, un pequeño ejército de brujas se congregó en su jardín.
Orgulloso y con pocas palabras –el tiempo apremiaba- las invitó a pasar al salón. Se dispusieron en círculo, juntaron sus manos y, dirigiendo sus miradas a lo alto, comenzaron a orar en un murmullo tenebroso que segundo a segundo se convertía en un coro de voces graves.
Al rematar su oscura plegaria, soltaron sus manos y la que parecía más anciana entró en el círculo, miró al rico, aburrido y preocupado salvador de la humanidad, le dio una patada al televisor y le dijo a su dueño:
-¡Salvado!