domingo, 29 de enero de 2017

Bella mariposa

Qué guapa eres, qué bien vuelas. ¡Cómo me gustaría dar esas vueltas que das en el aire! ¿Me cuentas tu secreto? Sí, al oído, que sólo yo te oiga. No tengas miedo, acércate que no te haré daño. Aunque fea soy inofensiva. ¡Ojalá tuviera tu aspecto, tus alas…!

¡No me digas! ¿Empezaste como gusano? ¿Tú? ¡No me hagas reír! ¡Eres tan guapa! Si pudiera volar como tú, con esos colores...Iría, no sé, ¡a cualquier sitio! Aquí, allí. ¡Cuéntame más! ¿Cómo pasas de gusano a volar? Dime, dime, bonita. Sí, al oído, que sólo yo te oiga.

¡Cuánto más cerca, más bella eres! Sí, cuéntame. ¡Qué alas! ¡Qué frágil y preciosa eres! Sí, sí, cuéntame. Tan cerca...déjame abrazarte, déjame anudarte y cuéntame. ¿Estás a gusto? ¿Tienes frío? Te anudaré un poco más, mientras me cuentas tu secreto.

Dímelo otra vez, por favor. Quiero entenderlo bien. Y que estés a gusto. Déjame anudarte un poco más, abrazarte fuerte. Dame tu secreto. Tus alas, tus colores, tu viveza...dámelos. ¡Dámelos! Es una cuestión fácil: tu secreto o tu vida. Mariposita que vuelas y sobrevuelas mis telarañas. Mariposita, orgullosa, me quedaré sin tu secreto, y tú sin vida.


lunes, 2 de enero de 2017

Libre Anselmo

Érase una vez un hombre pobre que a pesar de no ser rey ni vivir en un país lejano era protagonista de una historia. De ésta. Vivía en una cueva grande y de difícil acceso, a la orilla del mar. Cuando la marea subía impedía entrar o salir y esto era tan bueno cuando quería soledad, como malo cuando necesitaba salir o regresar y no podía.

Se alimentaba de lo que plantaba en el bosque cercano y de los pequeños hurtos que realizaba en las huertas de las afueras del pueblo. Hurtos no culpables, pues inocente se sentía al coger las frutas que otros no comían o las hortalizas plantadas en demasía. De agua se abastecía en un manantial de la propia cueva. Para dormir se recostaba en un lecho de lana de oveja esquilada con nocturnidad y alevosía en alguna granja cercana. A la luz del día también esquilaba, pero entonces era consentido y pagado. Gracias a esto compraba ropa de abrigo y lo poco más que necesitaba. Así transcurría la vida de Anselmo Asceta, a salvo de reyes y exigencias sociales.

Llegó el momento en que el rey quiso hacer un censo de sus súbditos para así poder esquilmarlos a impuestos y afinar más su control: al igual que el pastor quiere saber con exactitud el número de ovejas que tiene, también el rey quiere contar a sus súbditos. Envió a sus secuaces a realizar el conteo pueblo por pueblo, por casas, posadas, tabernas, granjas...y allá donde pudiera haber a quien subyugar.

Anselmo Asceta no era fácil de encontrar, allí en su cueva. Pero alguien se fue de la lengua y lo mencionó a él y a su escondrijo. Seguramente por miedo. Afortunadamente para él la marea estaba alta y no dieron con él. Sin embargo el cerco burocrático ya estaba tendido y decidió enfrentarlo. Caminó varios días hasta dar con el castillo de ese rey de tierras lejanas que sin conocerlo, sin hacer nada por él, pretendía de Anselmo su vasallaje, fuera eso lo que fuera.

A la puerta del castillo había dos guardias. No le dejaron entrar. Su aspecto no era digno, le explicaron. Y mucho menos su pretensión de querer hablar con el rey para que éste le explicase qué autoridad tenía él sobre los demás y qué necesidad tenía de ello. Trató de razonar con los guardias, sin éxito. Dejó de insistir cuando lo amenazaron de mandarlo a un calabozo. A una cueva al lado del mar.

Se marchó de allí sin entender muy bien porqué alguien quería secuestrarle la libertad. O pagaba el diezmo o pagaba reclusión en una cueva al lado del mar. Suponía que esa cueva tendría barrotes, pues de lo contrario sería como encontrarse en casa. En casa...su cueva arrullada por el mar...la casa del rey...un castillo. Si pudiera colocar unos barrotes a la puerta del castillo cambiarían los papeles. El rey sería prisionero en su casa, de la misma forma que lo harían prisionero a él si no se plegase a los reales deseos.

Esa misma noche se las ingenió para reducir a los guardias y colocar unos barrotes a la puerta del castillo. Sin rey ya no había vasallos. Se marchó silbando rumbo a su cueva al lado del mar, para descansar a gusto sobre lana de oveja, arrullado por el mar.

Buenas noches, Anselmo.