Hay novedades en la tienda de
robótica del barrio. La noticia ha corrido rápida como el wifi y todo humano a
la última, con chip instalado bajo la piel, está al tanto. Saben de la novedad,
pero no exactamente de qué se trata. Una fuerza –la curiosidad o ese chip tan
potente, quién sabe− los impulsa a visitar el establecimiento. Nada de visita
web, nada de enviar al siervo-bot. Sienten la necesidad de hacer la visita
ellos mismos.
Bienvenida, C3P1 –saluda el
asistente virtual de la tienda a los que entran−. Normalmente dice el nombre
del que entra, pero se ha estropeado y sólo reconoce el número del chip. La
dueña de la tienda está atenta y saluda a la clienta recién llegada. Hola,
Alfonsa.
Alfonsa por edad es una anciana,
pero desde que tiene chip está de lo más rejuvenecida. Es de personalidad
arrolladora y muy directa. Me tienes intrigadísima, ¿cuál es la novedad? Un
nuevo robot, supongo. Quiero verlo.
Cristina, la propietaria de la
tienda, la conduce a una sala aparte. En silencio. Alfonsa se desespera. Cristina
encienda la luz y le señala una urna acristalada. No mide más de medio metro de
alto y dentro se mueven varios cuerpos humanoides.
− ¿Robotitos? Tengo varios, ya lo
sabes.
− No son robotitos, Alfonsa.
Fíjate. Son humanos, en miniatura y con chip programable. Si quieres los
programas, les asignas funciones de mayordomos, de compañía…o los dejas así,
salvajitos y con su cerebrito reducido. Lo que prefieras. Eso sí, elijas lo que
elijas, es mucho más glamoroso que los siervo-bots.
Alfonsa se acerca a la urna y golpea
suavemente el cristal. Los humanitos, de ojos tristes, de mascota, se acercan a
ella.
− Me llevo dos. Para hacerte un
favor y por la exclusividad de tener un siervo no robot. Pero me los vacunas y
me los castras. Que mi casa no es la selva…y una tiene su corazoncito.