jueves, 15 de febrero de 2018

Ira

Para seguir pecando, visita las entradas anteriores: Lujuriapereza y gula

Paralelas a esta discurren otras realidades alternativas a la nuestra. Esta es una historia de una realidad paralela, ambientada en la Viena de 1910 y protagonizada por Leoncia.

Leoncia era rubia y fornida. De melena y carácter revueltos. Pronta al rugido y a la ternura. Encauzaba estos vaivenes apasionados mediante óleos y pinceles: era pintora, paisajista. Trabajaba en su casa o a domicilio, según el deseo del comprador.

Fue en una de esas sesiones en las que, pintando en un salón ajeno, oyó, procedentes desde la sala contigua, unos gritos lastimeros de naturaleza poco humana, poco animal. La puerta estaba entreabierta y se asomó disimuladamente. Como se asoman las leonas en los salones contiguos. Sobre un caballete había un lienzo, y sobre un taburete, el pincel y la paleta de colores. Al fondo, una puerta abierta.

Se acercó al lienzo. Se trataba de un bonito paisaje boscoso, con un castillo como elemento principal. Los trazos estaban retorcidos, a disgusto. Juraría que los oía quejarse. Iba a aproximar su oído a la pintura cuando oyó unos pasos a punto de entrar.

Era un joven delgado, de mediana estatura. Moreno y con bigote. Traía un trapo con el que se limpiaba las manos.

−Eres A. Hitler, supongo− dijo Leoncia, saludando y señalando con la barbilla hacia la firma del cuadro.

−Sí, ese soy yo. La “A” es de Adolf− respondió el pintor− ¿Cuál es tu nombre?

−Me llamo Leoncia. Soy pintora también. Estaba en la habitación de al lado, pintando, hasta que me ha dado por asomarme a esta.

La conversación continuó entre formalidades y derroteros que sólo interesan a los artistas. De hecho, mientras el “yo artístico” de Leoncia hablaba con Hitler, su parte detectivesca se cuestionaba por la naturaleza de esos gritos provenientes de la pintura. Fue amable con el pintor. Cauta también, pues intuía que no debía preguntar por la naturaleza de esos quejidos. Aún así, fingiendo admiración por los colores del cuadro le preguntó en qué tienda podría adquirirlos.

Le respondió que en la tienda de un judío. Enumeró además todos los motivos que imaginó para no comprar en las tiendas de los judíos para rematar diciendo que, pese a todo, estas pinturas merecían la pena. Con un guiño cómplice, de artista a artista, le confesó que tenía un secreto para sentirse cómodo al utilizarlas: “¡las mezclo con sangre de judío!”

Leoncia retrocedió asqueada. El hombre se volvió hacia su caballete para tomar de él un botecito con líquido rojo. Antes de que pudiera enseñárselo a Leoncia, ésta le empujó con rabia, y Adolf Hitler cayó y se golpeó la cabeza. Murió. Como pintor y sin arrasar Europa.

Por su parte, Leoncia, que en nuestra realidad hubiera sido aclamada como una heroína, acabó siendo una fugitiva en la suya. Con las manos manchadas de la sangre del pintor, y con la conciencia tranquila.

3 comentarios:

Ángeles dijo...

"De melena y carácter revueltos." Qué bueno.

Muy chulo el cuento. Me ha gustado mucho eso de los gritos que salen del cuadro. Es escalofriante, y más después, cuando descubrimos quién es el pintor.

Con razón dijo el sabio que la historia cuenta lo que sucedió y la ficción lo que podría haber sucedido.

El Ártabro dijo...

Muy bueno. El guiño final a los multiversos me ha ganado definitivamente.

Metalsaurio dijo...

Muchas gracias, Ángeles y disculpa la demora en la respuesta!

No sé quién es el sabio, pero es muy buena la frase :)

Muhcas gracias, Ártabro! Qué bueno verte por aquí. Sólo con pensar en las alternativas historias que pudieron haberse dado...ya tenemos una posible realidad paralela y debe de ser curiosa la cara que se les quedaría a los de una realidad paralela al ver cómo discurren otras realidades (vaya rollo he soltado)