La azotea del edificio Piotr se alzaba a treinta pisos, unos noventa metros –recibidor incluido-, de la calle Sputnik, en cuyo número cien, bajo unas letras doradas en las que se leía “Piotr”, un sonriente botones daba los “buenos días, señorita” o “buenos días, señor” a todo cuanto elegante ejecutivo entraba a trabajar.
Traje azul, corbata roja y cara gris, uno de tantos, Piotr, que nada tenía que ver con el dueño del edificio, despegó sus dedos del teclado del ordenador y subió a la azotea. Acostumbrados sus ojos a la luz de invernadero de la oficina, el sol y su martillo lumínico le obligaron a entrecerrar los párpados y a avanzar despacio hasta dar con un murete sobre el que apoyar las manos.
Unos metros más allá, sobre el murete, estaba Marina. Su pelo se enredaba en el viento y sus pies colgaban en la misma dirección a la que dirigía la mirada: a la calle. Su cara, como la de Piotr, se intuía gris y sus pensamientos, negros.
-¿Hola?
Los ojos llorosos de Marina susurraron otro hola en respuesta y volvieron a sumergirse en el vacío del que habían salido para tomar aire.
-¿Todo bien?
Más cerca, Piotr, confirmó que la desconocida –todavía no sabía su nombre- efectivamente, lloraba y, tomándola de la mano, tras tirar un poco, consiguió que volviese sus pies hacia el interior del edificio.
-¿Todo bien? –repitió Piotr.
-¿Todo bien? No, todo mal –Marina lo miraba y se sorbía los mocos- pero, gracias. Ahora, un poco mejor.
Traje azul, corbata roja y cara gris, uno de tantos, Piotr, que nada tenía que ver con el dueño del edificio, despegó sus dedos del teclado del ordenador y subió a la azotea. Acostumbrados sus ojos a la luz de invernadero de la oficina, el sol y su martillo lumínico le obligaron a entrecerrar los párpados y a avanzar despacio hasta dar con un murete sobre el que apoyar las manos.
Unos metros más allá, sobre el murete, estaba Marina. Su pelo se enredaba en el viento y sus pies colgaban en la misma dirección a la que dirigía la mirada: a la calle. Su cara, como la de Piotr, se intuía gris y sus pensamientos, negros.
-¿Hola?
Los ojos llorosos de Marina susurraron otro hola en respuesta y volvieron a sumergirse en el vacío del que habían salido para tomar aire.
-¿Todo bien?
Más cerca, Piotr, confirmó que la desconocida –todavía no sabía su nombre- efectivamente, lloraba y, tomándola de la mano, tras tirar un poco, consiguió que volviese sus pies hacia el interior del edificio.
-¿Todo bien? –repitió Piotr.
-¿Todo bien? No, todo mal –Marina lo miraba y se sorbía los mocos- pero, gracias. Ahora, un poco mejor.