domingo, 16 de septiembre de 2018

La doctora de dragones


La salud de un dragón no se puede medir por el tamaño del dragón. Es una obviedad que quiero aclarar antes de seguir y que alguien levante la mano y pregunte “¿Cómo va a estar enfermo un dragón, con lo grande que es?”. Cualquier ser vivo, cualquier animal, sea humano o dragón, puede enfermar. A nadie se le ocurre preguntar si puede enfermar un árbol, un cocodrilo o un gorila. Es evidente que sí: a los parásitos y microbios les da igual atacar a una planta que a un dragón y el azar no entiende de tamaños.

Si a lo dicho, añadimos que el dragón es un animal sumamente inteligente, enseguida comprenderemos que también está expuesto, más que nadie, a desordenes psicológicos. De hecho, la imagen del dragón tumbado sobre una montaña de oro es la de un dragón enfermo.

Dicho esto, me presento.  Soy Palmira Draculia, doctora de dragones. El término “veterinaria” lo reservo para animales más bobos que estos a los que trato.

Hoy quiero hablarles de un paciente en particular. Dejaré su nombre de lado para salvaguardar su anonimato, pero para referirnos a él, entre nosotros, le llamaremos Quetzal. Quetzal se presentó en mi consulta, en la cima de la montaña −consulto allá arriba para que las visitas de estos enormes animales no interfieran en el día a día del pueblo− manifestando que a pesar de saberse magnífico en todas las cualidades deseables en un dragón sufría por no sentirse querido. Y menos querido se sentía cuanto más se esforzaba. Si le daba por comer un rebaño de ovejas, sus vecinos dragones le reprochaban su dieta descuidada, si seguía una dieta vegana, le decían que no es propio de dragones; si quemaba un ejército lo tachaban de violento, pero si se dejaba robar una moneda de la montaña lo etiquetaban de pusilánime.

Todo esto Quetzal trataba de suplirlo haciendo gala de sus aventuras. Las contaba siempre que podía, centrándose mucho en los detalles, censurando mucho las aventuras de los demás, y marchándose entre llamaradas cuando las historias ajenas superaban a las suyas.

A Quetzal tuve que tratarlo con mucha paciencia. Sin contar historias mías o ajenas que pudieran hacerlo enfadar, y con la habilidad suficiente de encontrar las palabras necesarias para hacerle ver que posiblemente padecía de cierto complejo de inferioridad y que estaba necesitado de la aprobación ajena. La terapia tuvo como objetivo fortalecer su ego y así hacerlo menos dependiente de las opiniones de otros dragones.

A día de hoy, Quetzal come y quema lo que quiere. Cuenta sus aventuras a quien las quiere oír, y churrusca al que le cuenta una historia mejor que la suya.

Mejora, pero sigue en terapia.


jueves, 13 de septiembre de 2018

Regreso...en unos días

Como anticipa el título de esta entrada, en unos días estaré de vuelta, con más relatos bajo el brazo.

De este fin de semana, no pasa.

¡Hasta entonces!