Para pecar de lujuria, visita la entrada anterior: Lujuria
Jacinta vive en el bosque, en la
frondosa cima de la montaña que una vez subió. Desde la cumbre divisa la cadena
montañosa que se rinde a sus pies y el pueblo engarzado en el valle. Desde
allá abajo la pueden ver con prismáticos, desnuda y sentada en la posición del
loto sobre una roca.
Nadie entiende los motivos de
Jacinta para haberse quedado en la montaña. Tampoco se atreven a ir a buscarla,
ya que el camino es difícil y se dice que la montaña está encantada. Y a falta
de más explicación suponen que esos mismos encantamientos son los que la
retienen en lo alto, sentada y desnuda, con calor o frío.
Por encantamiento o no, Jacinta
sigue en lo alto. Medita sentada al sol durante el día, y a las estrellas,
durante la noche. Las pocas veces que se levanta para caminar es para llegar al
lago cercano en el que se baña de vez en cuando.
Jacinta no come y lo poco que
bebe es la lluvia que cae. Gracias a una técnica especial de meditación se
alimenta de lo que respira y del sol que toma. Pero Jacinta se duerme mientras
medita y no metaboliza bien el oxígeno ni la luz de las estrellas. Cada día que
pasa, más duerme y peor respira. El lago le parece lejano y ya no acude a él. Al
pueblo, apenas lo distingue cuando reúne fuerzas para entreabrir los párpados.
Y el cuerpo cada vez le pesa más.
Jacinta, sentada en la posición
del loto y desnuda, sólo duerme. Sigue sin comer, ni beber y apenas respira
porque se está convirtiendo en piedra. En una bella y perezosa estatua que corona
la montaña.