Badajo va, badajo viene, la campana, en la plenitud de su ciclo vital, sonaba lenta y pesada. Sin prisas; con calma; abstraída de las babillas que, pausadamente y sin descanso, casi en una caricia, le escupía la lluvia.
En su tañir, desde lo alto de la torre, era ajena al sonido gris robot de la sirena que, metros más abajo, rajaba el aire e imponía el toque de queda. Una legión de salarios con patas, cerebros responsables y entumecidos por saliva de vaca, sueños que aceptaron sólo soñar, apuraron sus pasos en busca de lo que llamaban hogar, para cerrar, tras ellos, una puerta que los cobijase de algo que no sabían qué era; resignados al “será mejor así”.
Afuera, la campana, volvía a morir para resucitar de nuevo, poco a poco, sintiendo, en sus nervios de bronce, que en cualquiera de sus próximos balanceos alcanzaría lo que tanto ansiaba, y que, en caso de caer y no haber nacido campana, sino algo con capacidad de sonreír, caería con una sonrisa, sabiendo que tarde o temprano tolontolearía feliz.
2 comentarios:
Ya se oye, aunque lejano, el redoble de la campana.
Me alegro.
Un abrazo.
Yo también ;)
Creo que he leído algo tuyo por ahí..."Resurrección" lo escribiste tú, no? Está muy guapo.
Un abrazo.
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