Un nervioso dedo acusador se deslizaba sobre el papel anaranjado, sirviendo de apoyo a unos ojos que parecían querer huir de su cara con más fuerza que el corazón de su pecho. La foto fija de las cotizaciones del día anterior lo había puesto al borde del infarto y, en esos momentos, la única inversión segura era el café solo –doble, por favor- y un croissant.
-Apestas.
No era tranquilizante escuchar esas palabras de quien desprendía un delicioso olor a perro sucio tan de mañana y cuyo pelo caía como una catarata negra. Sus palabras se perdieron en el pocillo del que bebía algo con la suficiente espuma para dejarle una pequeña huella en la nariz; de no ser porque al posar la taza sobre la mesa le hizo una seña elevando el pulgar y sonriendo, no se hubiese dado por aludido.
-¿Disculpe?
-Disculpo, disculpo, pequeña cucaracha. Pero no debería.
-Apestas.
No era tranquilizante escuchar esas palabras de quien desprendía un delicioso olor a perro sucio tan de mañana y cuyo pelo caía como una catarata negra. Sus palabras se perdieron en el pocillo del que bebía algo con la suficiente espuma para dejarle una pequeña huella en la nariz; de no ser porque al posar la taza sobre la mesa le hizo una seña elevando el pulgar y sonriendo, no se hubiese dado por aludido.
-¿Disculpe?
-Disculpo, disculpo, pequeña cucaracha. Pero no debería.
