Érase
una vez un hombre pobre que a pesar de no ser rey ni vivir en un país
lejano era protagonista de una historia. De ésta. Vivía en una
cueva grande y de difícil acceso, a la orilla del mar. Cuando la
marea subía impedía entrar o salir y esto era tan bueno cuando
quería soledad, como malo cuando necesitaba salir o regresar y no
podía.
Se
alimentaba de lo que plantaba en el bosque cercano y de los pequeños
hurtos que realizaba en las huertas de las afueras del pueblo. Hurtos
no culpables, pues inocente se sentía al coger las frutas que otros
no comían o las hortalizas plantadas en demasía. De agua se
abastecía en un manantial de la propia cueva. Para dormir se
recostaba en un lecho de lana de oveja esquilada con nocturnidad y
alevosía en alguna granja cercana. A la luz del día también
esquilaba, pero entonces era consentido y pagado. Gracias a esto
compraba ropa de abrigo y lo poco más que necesitaba. Así
transcurría la vida de Anselmo Asceta, a salvo de reyes y exigencias
sociales.
Llegó
el momento en que el rey quiso hacer un censo de sus súbditos para
así poder esquilmarlos a impuestos y afinar
más su control: al
igual que el pastor quiere saber con exactitud el número de ovejas
que tiene, también el rey quiere contar a sus súbditos. Envió
a sus secuaces a realizar el conteo pueblo por pueblo, por
casas, posadas, tabernas, granjas...y allá donde pudiera haber
a quien subyugar.
Anselmo
Asceta no era fácil de encontrar, allí en su cueva. Pero alguien se
fue de la lengua y lo mencionó a él y a su escondrijo. Seguramente
por miedo. Afortunadamente para él la marea estaba alta y no dieron
con él. Sin embargo el cerco burocrático ya estaba tendido y
decidió enfrentarlo. Caminó varios días hasta dar con el castillo
de ese rey de tierras lejanas que sin conocerlo, sin hacer nada por
él, pretendía de Anselmo su
vasallaje, fuera eso lo que fuera.
A
la puerta del castillo había dos guardias. No le dejaron entrar. Su
aspecto no era digno, le explicaron. Y mucho menos su pretensión de
querer hablar con el rey para que éste le explicase qué autoridad
tenía él sobre los demás y qué necesidad tenía de ello. Trató
de razonar con los guardias, sin éxito. Dejó de insistir cuando lo
amenazaron de mandarlo a un calabozo. A una cueva al lado del mar.
Se
marchó de allí sin entender muy bien porqué alguien quería
secuestrarle la libertad. O pagaba el diezmo o pagaba reclusión en
una cueva al lado del mar. Suponía que esa cueva tendría barrotes,
pues de lo contrario sería como encontrarse en casa. En
casa...su cueva arrullada por el mar...la casa del rey...un castillo.
Si pudiera colocar unos barrotes a la puerta del castillo cambiarían
los papeles. El rey sería
prisionero en su casa, de la misma forma que lo harían prisionero a
él si no se plegase a los reales deseos.
Esa
misma noche se las ingenió para reducir a los guardias y colocar
unos barrotes a la puerta del castillo. Sin rey ya no había
vasallos. Se marchó
silbando rumbo a su cueva al lado del mar, para descansar a gusto
sobre lana de oveja, arrullado por el mar.
Buenas
noches, Anselmo.
4 comentarios:
Me ha encantado el cuento, tanto la historia como la forma en que la cuentas. Y el cierre es muy bonito.
Por si tienes unos minutos que perder, te dejo esta historia que también trata de un Anselmo, aunque muy distinto del tuyo.
Saludos.
Muchas gracias :) Estoy procurando "cerrar" más mis historias. Parece que dar resultados positivos :)
Me leí hace unos días la historia de tu Anselmo, voy para allá a comentar!
Gracias Anselmo, por demostrar una vez más que no todos los héroes llevan capa.
Andaba yo paseando por el blog de Ángeles cuando vi tu nombre, me moló y eso me trajo a este blog tan molón :D
¡Muy buenas, Holden! ¡Bienvenido!
Gracias por la visita e invitado quedas volver cuando quieras!
Un saludo.
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