jueves, 2 de noviembre de 2017

Lujuria: Idelfonso, el centauro

Con este relato pretendo iniciar una serie de 7 relatos. Uno por cada pecado capital. No hay en este relato enseñanza religiosa alguna, por lo que, como se suele decir: "cualquier parecido con la realidad es pura coincidiencia".

Idelfonso es uno más en la multitud. Su condición de centauro, mitad hombre y mitad caballo, sólo se aprecia en un segundo vistazo, pues de cintura para arriba es tan humano como el que más. Viste elegante cuando lo ocasión lo requiere, y cumple las normas sociales.

Su parte equina toma el control cuando hace deporte. Relincha al levantar pesas y salta la red de la pista de tenis si es que así se lo pide el cuerpo. Hay a quien lo desprecia por estos detalles de animalidad. También hay quien lo juzga más humano por estas salidas de tono.

Idelfonso vive en la ciudad, pero los fines de semana se va a su casa de campo. Aprovecha entonces para correr desnudo por la montaña, para liberarse como caballo. Huye de cuanto humano ve, galopa la montaña, bordea los acantilados. Y persigue a las manadas de caballos salvajes, hasta integrarse en el grupo.

No es fácil relacionarse con caballos. En la tierra de los centauros no tenía esa necesidad, pero siendo emigrante en país humano, ha de conformarse con lo que hay: humanos y caballos. Con los humanos puede hablar, pero en sus interacciones con caballos, esa opción no es la que mejor resultado le da. Mejor golpear, relinchar y aparearse en cuanto tiene ocasión. Esto le acarrea coces por parte del cabeza de manada y golpes de los dueños de los caballos. Pero el riesgo merece la pena.

Cuando cae la noche, de vuelta a su establo, se deja caer por los establos vecinos. Con suerte se encuentra una yegua atada, indefensa ante los deseos de Idelfonso. Ambos relinchan, los perros ladran y los dueños se enfurecen. Idelfonso se marcha al galope en cuanto oye pasos humanos. Piensa que este riesgo también merece la pena.

Pero con el tiempo hay yeguas que dan a luz centauros y entre los vecinos reina la preocupación, pues no es lo mismo ser dueño de un potro que de un centauro, que habla y razona como un humano.

Todas las miradas se dirigen hacia Idelfonso y puestos de acuerdo, deciden atrapar al centauro.

Idelfonso, cansado y desfogado, duerme cuando los vecinos entran en su establo. Cuando vuelve en sí ya es tarde. Le han atado las manos y puesto cepos en las patas. Un hierro candente se aproxima a sus cuartos traseros. Idelfonso grita de dolor y, en vano, trata de oponer resistencia. Grita y grita…y el dolor continúa cuando ya han apartado el hierro. La marca indica que no pertenece a nadie en particular, sino a la aldea.


Lo liberan, pero con cepos en las patas y atadas las manos, apenas puede moverse. Ya no puede aparearse, apenas puede comer. Y poco a poco va muriendo. Idelfonso se pregunta qué será de los pequeños centauros. Nunca los ha visto en la manada. Nunca los verá.

2 comentarios:

Ángeles dijo...

Vaya, menuda historia.
Parece que cuando perteneces a más de un mundo, al final no perteneces por completo ni a uno ni a otro. Y al pobre Ildefonso, qué caro le sale dejarse llevar por su naturaleza; pero es que hay cosas que no se pueden evitar, cueste lo que cueste.

Espero que no tarde mucho la siguiente entrega de esta curiosa serie que has proyectado.

Metalsaurio dijo...

Efecticamente, Ángeles, su naturaleza, medio humana y medio equina, lo deja con un pie fuera de esos mundos, y tiene su precio.

Cuento con ponerme con el siguente esta semana.

Un saludo!