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Obdulio es un economista
brillante, el que más. Por eso, sin conocerlo a fondo, muchos lo consideran la
persona más inteligente del mundo por aplicar su mente privilegiada al estudio
del dinero. Sin duda estas gentes parten de una perspectiva egoísta, en la que
prima el beneficio propio a costa de lo que sea. Y no es este el caso de Obdulio.
De hecho, Obdulio además de inteligente es desprendido. Acaso estas son sus
únicas virtudes. Obdulio estudió la generación y el reparto de la riqueza, y
finalmente creó una sencilla ecuación, con la que se hace inevitable el
crecimiento económico y el desarrollo de sociedades felices.
Es entendible, claro, que le
hayan concedido el premio Nobel de Economía y el de la Paz. Prácticamente todas
las capitales le han dedicado una calle o un monumento. El mundo nada en la
abundancia y se pueden permitir eso y mucho más, pero la ecuación de Obdulio no
permite los dispendios. Y no sólo las instituciones reconocen su talento, sino
que a cualquiera que se le pregunte por Obdulio se deshará en elogios hacia él.
Todos están agradecidos.
Sin embargo, como decíamos antes,
Obdulio es inteligente y desprendido, pero también destaca por su altanería y
estas atenciones le saben a poco. Tampoco tiene en estima a los que se las
hacen, a quienes considera incapaces de sacarse las castañas del fuego. Ambos
pensamientos se retroalimentan y lo disgustan tanto que en su mente va tomando
forma la idea de retocar su famosa ecuación: igualmente efectiva en lo económico,
pero con un toque de servilismo hacia él. Es consciente de que no es posible.
Su ecuación es perfecta y sus mejoras sociales son imparables.
Es un día cualquiera de primavera
en el que el sol brilla y calienta sin abrasar. Los pajarillos se posan en los
árboles de las aceras y cantan para Obdulio, que camina malhumorado, y para
todo el mundo. Alguien lo reconoce, lo saluda y le da las gracias. Antes de que
pueda seguir, Obdulio lo detiene, le hace una llave de yudo y lo inmoviliza en
el suelo. “¿Sólo me das las gracias? Me debes mucho más que eso”. El vecino está
dolorido, pero sobre todo desconcertado. Apenas puede hablar, pero aún así consigue
decir unas palabras: “Lo siento”.
Con ese arrebato salvaje Obdulio
ha traicionado a su ecuación.
Las ecuaciones, al ser inmateriales,
no se rompen, pero las que son sensibles al bienestar son tan frágiles que no
soportan que su autor les dé la espalda…y sufren un ataque de aleatoriedad. Justo
en ese momento, los pájaros guardaron silencio un par de segundos, algo imperceptible.
Obdulio aflojó su agarre sobre el
hombre y éste se libró de la opresión, le dio un puñetazo en el estómago y
escapó. Obdulio quedó doblado por el dolor y con el orgullo por los suelos. Sabía
que había estropeado la ecuación y que la aleatoriedad le había devuelto su
traición.
Se encerró en casa a ver cómo el
mundo se iba al traste, pero eso no pasó. La aleatoriedad simplemente hizo que
las calles con su nombre lo cambiaran por otro, sus estatuas se cayeran y el
agradecimiento general fuera poco más que una anécdota. Todos felices y con
Obdulio en las penumbras del olvido.
2 comentarios:
Vaya, qué metafísico.
Me ha gustado mucho, me parece muy original, y la imagen de las calles cambiando de nombre y las estatuas cayendo me encanta.
Me alegro de que te haya gustado, Ángeles.
Con este relato se acaba la serie de los relatos de pecados. A ver cuál es la próxima serie! :)
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